miércoles, 20 de octubre de 2010

Homo Turisticus

Sobre el Homo Turisticus.
El año pasado, en mi viaje a París con mi amigos de la universidad, nos organizamos de tal modo que sólo nos quedaron tres horas para ver el Museo del Louvre. Ante el vasto número de pasillos, y por ende de cuadros, y mi escaso interés en la pintura que se exponía, decidí pasar mi tiempo, lápiz y cuaderno en mano, dibujando la Venus de Milo. Pude entonces sufrir al homo turisticus en primera persona. ¿Qué sentido tiene hacer cola delante del monumento en cuestión, resaltado en los folletos, para poder hacerse la foto, sin nadie más al lado? Es como pensar que, durante ese segundo, el monumento le perteneció únicamente al fotografiado, para pasar a buscar en el folleto el próximo monumento-segundo del que apropiarse y del que por supuesto no conocer nada… y así hasta el infinito, y hasta la infinitud de la estupidez, que nunca se acaba.
Es algo ya sabido que los gobiernos están prostituyendo el patrimonio en favor del beneficio económico y que han explotado turísticamente más de lo que uno podría imaginar. El proceso de banalización que vivimos en esta época obviamente no excluye a los monumentos, y ya no sabe uno dónde encontrar lo real, lo identitario, lo auténtico, lo original. ¿Acaso queda algo, una mínima porción? Quizá ya sea demasiado tarde, quizá el sistema haya fagocitado todo lo posible, hasta nuestras propias vidas y experiencias. La definición de espectáculo de Debord lo explica claramente: nuestra visión del mundo se ha objetivado, al haber convertido el mundo real en imágenes, y quedando el espectador alienado en beneficio del objeto contemplado.
Quizá no se trate solamente del homo turisticus como porción dentro de la sociedad. Quizá se trate de que todos somos ese homo turisticus, de que todos estamos sumergidos en una serie de acontecimientos que han perdido toda cualidad, toda intensidad, de que nuestras experiencias, al fin y al cabo, son banales, predecibles, insustanciales, triviales, como nuestras propias vidas. Y esto es debido a que pertenecemos, y sin poder escapar, a este sistema feroz, omnipotente, total.
Nuestra generación devendrá en la a-historia, en la a-política, en un mundo inerte, sin ideas ni idealismos, sólo consumos. Un mundo falso, irreal, virtual.
¿Qué más da si cuando viajo escojo una pequeña pensión familiar en vez de un hotel en primera línea de playa? ¿Acaso no se ha perdido ya lo esencial, a saber, las idiosincrasias propias del lugar, en favor de la globalización imperante? ¿O quedan resquicios donde buscar que alienten la esperanza?
Ante semejante panorama, rehabilitemos y reconstruyamos todas las fachadas antiguas de todo nuestro patrimonio, experimentemos la pátina brillante de lo reluciente, congelemos lo poco que queda de algunos edificios como si transmitieran los valores universales ya olvidados y levantemos nuevos falsos históricos... Con todo, quizá caigamos en la cuenta de que el patrimonio, al igual que los nuevos edificios, son dos extremos que se tocan en el mismo sinsentido, el de existir y estar en pie en esta época anodina de la que formamos parte.

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