viernes, 25 de diciembre de 2009

Figuritas Humanas (Elipsis, Iluminaciones, Etcétera)




" Todo se muestra enfrente de él como un gran bosque, y nada desea más que adentrarse en él y recorrerlo de cabo a rabo. Pero el bosque no es tal, es más como una fachada de árboles que, una vez traspasada, adivina un montón de claros en los que no existe el menor rastro de vegetación. Se hace preguntas para las que es incapaz de encontrar respuesta, y ese horizonte, el de una vida llena de respuestas perdidas, le provoca un leve pero inextinguible desasosiego. Se pregunta si ya habrá conocido todo aquello que tenía que conocer (se refiere a las Iluminaciones). Pero no, piensa, no puede ser. No puede ser todo así de vulgar -pensar en ello comienza a producirle una vaga sensación de pánico, si es que tales sensaciones pueden manifestarse de una forma vaga-. La gente que ve por la tele, la gente mayor que él, suele hablar de lo maravillosa que es la vida. Hablan de ello, aun con el rostro marcado por la amargura.
Hijo alarga la mano y agarra un trozo de papel de plata de la mesita. Una gota solidificada de heroína, oscura y brillante, está adherida a él. Antes de aplicar la llama del mechero y aspirar el humo, Hijo se pregunta por última vez ese día (y quién sabe si para siempre) de qué está hecha su vida. Y antes de que el humo llegue hasta sus pulmones, un segundo antes de olvidarse de todo por un rato, obtiene una respuesta.
¿Cuál?
Etcétera. "


Ignacio González Vegas

jueves, 24 de diciembre de 2009

Soportales y lluvia

En la vida española ha debido haber una época magnífica: la época en que se construyen las grandes plazas con soportales, a que, en algunas villas, siguen calles enteras cubiertas. Nos es tan familiar esta prócer imagen del pasado que no reparamos bien en su magnificiencia. Al menos, yo confieso no haber, hasta ahora, caído en la cuenta de lo que esta idea urbana significa y del esfuerzo que su ejecucuión representa. Me pregunto si la época actual, no obstante sus pretensiones de riqueza y prurito de lo confortable, puede hacer alarde de nada semejante.
El coste de la obra era enorme para aquel tiempo. Los soberbios fustes de las columnas daban a todas las casas porte de palacios y obligaban a una construcción en saliente, dificultosa y cara. Pero, además, en los lugares de la ciudad donde el terreno valía más se renunciaba a una parte de él para convertirlo en vía pública.
Como idea implica suavidades de alma hoy imposibles. Suponía el acuerdo y común sacrificio de todos los propietarios en beneficio de una abstracción, que es la urbe. Se aspiraba a hacer grata la rúa, asegurar el paso, triunfar de la lluvia.
En la ciudad la lluvia es repugnante, porque es una injustificada invasión del cosmos, de la naturaleza primigenia en un recinto como el urbano, hecho precisamente para alejar lo cósmico y lo primario, fabricando un pequeño orbe extranatural. Lo que más nos sorprende del salvaje es que pueda, sin asco, vivir adherido a la naturaleza, tumbado en el lodo, en contacto con la sierpe y el sapo. Debió llegar un tiempo de náuseas geniales que ''tabuizó'' la mitad del cosmos, tachándolo de repugnante. Y es curioso que este asco sublime actuó principalmente sobre lo húmedo.
En general, parece recibir bastante confirmación la idea divinatoria de Bachofen, que supone una edad primera de la cultura en que ésta exalta la naturaleza pantanosa donde vive. Es la época más torpe y oscura: se habita eb palafitos sobre las aguas muertas, monstruosamente fecundas -planta, insecto, reptil, humanidad. Con el matriarcado predomina la mujer, fecunda y húmeda. Las divinidades son tristes y toda la existencia humana exhala el aire denso y caliginoso de los fangales.
La ciudad es un ensayo de secesión que ensaya el hombre para vivir fuera y frente al cosmos, tomando de él sólo porciones selectas, pulidas y acotadas. Pero... llueve y el agua tiene un poder mágico de unir las cosas. La piel húmeda siente más el contacto de los objetos -por eso los mandarines, voluptuosamente, humedecen los dedos para gozarse en palpar bolas de jade. Al salir de casa el chubasco repugnante nos vuelve a pegar al paisaje y un vago estremecimiento, residuo tal vez de experiencias milenarias, nos recuerda la vida en los pantanos, la hora torva y sucia de la amistad con la sierpe y el sapo.
Sin embargo, en el campo la lluvia desciende a veces con un prestigio deleitable. Yo conservo el recuerdo musical, casi beethoveniano, de una tormenta en Castilla...

Notas de andar y ver
Ortega y Gasset

domingo, 20 de diciembre de 2009

Leccion de maestro...

No me compares esto con Melendi....

http://www.megaupload.com/?d=Q6HSLJFH

martes, 15 de diciembre de 2009

ASUNTOS PENDIENTES 1/3

A petición popular os dejo aqui el link para descargar un par de discos de Quique González. La verdad, y me cuesta reconocerlo, ha flojeado con el último disco. El 19 está en Madrid como sabéis, pero x mi parte otra vez será, que este finde está a tope, lo digo sobre todo x Adri, q también tenía ganas de venir:http://www.megaupload.com/?d=B4LQEQ9U

Un provocador...

" Estaba fascinado por la espalda blanca y rolliza de Hitler, siempre tan bien fajada dentro de su uniforme. Cada vez que empezaba a pintar la correa de cuero que, partiendo de su cintura, pasaba por el hombro opuesto, la blandura de aquella carne hitleriana comprimida bajo la guerrera militar, suscitaba en mí tal estado de éxtasis gustativo, lechoso, nutritivo y wagneriano, que hacía palpitar violentamente mi corazón, emoción tan rara en mí que ni siquiera me ocurría haciendo el amor".
S. Dalí

domingo, 13 de diciembre de 2009

Nietzsche (I)

PONDERACIÓN DE LAS VERDADES OPACAS. Es propio de una cultura superior poner las pequeñas verdades opacas, encontradas por un método estricto, por encima de los radiantes y deslumbrantes errores procedentes de tiempos y hombres metafísicos y artísticos. De entrada, uno está tentado a burlarse de aquéllas, al entender que no admiten comparación con éstos, ya que se presentan tan modestas, sencillas y prosaicas y parecen desalentar al hombre, mientras que los errores parecen hermosos, brillantes y arrebatadores, cuando no como una fuente de felicidad. Sin embargo, lo arduamente conquistado, seguro, perdurable y, por tanto, trascendental para todo conocimiento ulterior es lo superior; ponerse de su parte es viril, demuestra valentía, sencillez y mesura. Poco a poco, no ya el individuo, sino toda la humanidad se elevará a esta virilidad, una vez que se acostumbre, por fin, a preferir los conocimientos sólidos y duraderos, y pierda toda creencia en la inspiración y comunicación milagrosa de las verdades. Los cultivadores de las formas, claro está, con su criterio de lo bello y de lo sublime, tendrán razones para ironizar, cuando prevalezcan la ponderación de las verdades opacas y el espíritu científico; pero esto será únicamente porque no han aprendido todavía a percibir el encanto de la forma más sencilla, o porque los hombres educados en este espíritu no están aún, ni de lejos, total e íntimamente compenetrados del mismo, por lo que siguen imitando de forma mecánica y estúpida formas antiguas (y mal, por cierto, como es habitual en quien ya no está muy interesado en lo que hace). En tiempos pasados, el espíritu no estaba acaparado para un estricto modo de pensar, pues su seriedad consistía en elaborar símbolos y formas. Esto ha cambiado: esa seriedad de lo simbólico se ha convertido en signo de cultura inferior. Del mismo modo que nuestras artes se intelectualizan cada vez más, nuestros sentidos se espiritualizan, y, por ejemplo, la noción actual de la armonía sensible es muy distinta de la de hace cien años; también las formas de nuestra vida se hacen más espirituales, quizá más feas para los ojos de épocas pasadas, pero únicamente porque éstos no son capaces de ver cómo se va profundizando y ensanchando sin cesar el reino de la belleza interior, espiritual, y que todos nosotros ahora podemos destacar la mirada interior por encima de la apariencia más atractiva y de la más grandiosa obra de arquitectura.


F. Nietzsche,
''Humano, demasiado humano''

jueves, 10 de diciembre de 2009

Navidad





Todos tenemos un precio, incluso Dios lo tiene.
Y "Dios ya no toca la puta guitarra".

domingo, 6 de diciembre de 2009

Flashback

http://www.elmundo.es/elmundo/2009/12/05/cultura/1260024425.html

y esto porque yo lo valgo

sábado, 5 de diciembre de 2009

De biblioteca






La Biblioteca de Babel

"El universo (que otros llaman la Biblioteca) se componte de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.

Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.

A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.

El primero: La Biblioteca existe ab alterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.

El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.

Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.

Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.

También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.

A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.

Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.

También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.

Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).

La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.

Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza."

Jorge Luis Borges


"-Una persona con un libro se va hacia la luz. Una biblioteca comienza de ese modo.
-Una persona no se alejará más de quince metros para tener luz eléctrica.
-El cubículo es el nicho que podría constituir el inicio del orden espacial y la estructura.
-En una biblioteca, la columna siempre empieza en la luz.
-Sin nombre, el espacio creado por la estructura evoca su uso como cubículo.
-La sala de lectura es impersonal. Es la reunión en silencio de los lectores y sus libros.
-El espacio grande, los espacios pequeños, los espacios sin nombre y los espacios que dan servicio: el modo en que todos están configurados con respecto a la luz es el problema de todos los edificios. Éste comienza con una persona que quiere lee un libro."

Louis Kahn


"Gosto da ordem das estantes, das etiquetas em latao e dos candeiros individuais em bronze e seda, anónimos, intimistas; das escadas de navio e das estreitas garerias em ferro, onde a procura de um livro é uma viagem- nao isenta de perigros.
A biblioteca moderna perdeu essa atmosfera quase de sotao, e tambem o valor simbólico, glorificado em cúpulas, em cilindros, em tectos altíssimos e modulados.
Perdeu essa poalha de luz dourada, materializada por algum po no ar, vinda de janelas a uma altura inesperada sempre insuficientes para iluminar com eficacia.
Todo se foi tornando práctico, ergonómico, higiénico, codificado no Neufert, luminoso por igual, alinhado estantes como vagoes de um comboio abandonado, estofos de caderia laváveis e confortáveis.
Mas começou a faltar qualquer cosa..."

Alvaro Siza

Jamie Cullum

Hace poco estuvo en el hormiguero y me gustó mucho. Además de ser un tío simpático, que siempre ayuda, es una máquina...me llamó la atención pero no recordaba muy bien el nombre. Anoche estuve viendo la de Gran Torino y me encantó, Sabía que este chico había hecho la banda sonora y ya me fijé bien en el nombre: Jamie cullum. A ver si os gusta.

http://www.youtube.com/watch?v=NoLc43YuuTw&feature=channel