Ayer mientras comía había un grupo de muchachas alborotando a mi alrededor. Como apenas podía entender sus palabras pensé: son extranjeras. De repente y como de golpe me vino un nuevo pensamiento a la cabeza, y es que el extranjero era yo. Estuve un buen tiempo sin hablar.
Hoy mientras intento hacer algo productivo, pienso en ese sentimiento. Aunque poco o nada tenga que ver, me vienen un par de anécdotas relacionadas con la palabra extranjero, que aquí quiero compartir con vosotros.
La primera es en relación a la obra de Albert Camus "El extranjero", la cual lei el año pasao en algun punto entre Atenas y Madrid. En mi bitácora recogí alguna frase, pero no la tengo ahora junto a mi. Os mando sin embargo, alguna que he buscado por internet. Os recomiendo que leáis el libro:
"Cuando un día el guardián me dijo que estaba allí desde hacía cinco meses, le creí, pero no le comprendí. Para mí era el mismo día que se desarrollaba sin cesar en la celda y la misma tarea que proseguía. Ese día, después de la partida del guardián, me miré en el agua de la escudilla. Me pareció que mi imagen continuaba seria, aun cuando ensayaba sonreír. La agité delante de mí. Sonreí y conservó el mismo aire severo y triste. El día concluía y era la hora de la que no quiero hablar, la hora sin nombre, en la que los ruidos de la noche subían desde todos los pisos de la cárcel en un cortejo de silencio. Me acerqué a la claraboya y con la última luz contemplé una vez más mi imagen. Seguía siempre seria y nada tenía de sorprendente pues en ese momento yo lo estaba también. Pero al mismo tiempo, y por primera vez desde hacía largos meses, oí distintamente el sonido de mi voz. Reconocí que era la que resonaba desde hacía muchos días en mi oído y comprendí que durante todo ese tiempo había hablado solo Recordé entonces lo que decía la enfermera en el entierro de mamá. No, no había escapatoria y nadie puede imaginar lo que son las noches en las cárceles. "
"Fuera de estas molestias no me sentía demasiado desgraciado. Una vez más todo el problema consistía en matar el tiempo. A partir del instante en que aprendí a recordar, concluí por no aburrirme en absoluto. Me ponía a veces a pensar en mi cuarto, y, con la imaginación, salía de un rincón para volver detallando mentalmente todo lo que encontraba en el camino. Al principio lo hacía rápidamente. Pero cada vez que volvía a empezar era un poco más largo. Recordaba cada mueble, y de cada uno, cada objeto que en él se encontraba, y de cada objeto, todos los detalles, y de los detalles, una incrustación, una grieta o un borde gastado, los colores y las imperfecciones. Al mismo tiempo ensayaba no perder el hilo del inventario, hacer una enumeración completa. Es cierto que fue al cabo de algunas semanas, pero podía pasar horas nada más que con enumerar lo que se encontraba en mi cuarto. Así, cuanto más reflexionaba, más cosas desconocidas u olvidadas extraía de la memoria. Comprendí entonces que un hombre que no hubiera vivido más que un solo día podía vivir fácilmente cien años en una cárcel. Tendría bastantes recuerdos para no aburrirse. En cierto sentido era una ventaja."
"Pensé que me bastaba dar media vuelta y todo quedaría concluido. Pero toda una playa vibrante de sol apretábase detrás de mí. Di algunos pasos hacia el manantial. El árabe no se movió. A pesar de todo, estaba todavía bastante lejos. Parecía reírse, quizá por el efecto de las sombras sobre el rostro. Esperé. El ardor del sol me llegaba hasta las mejillas y sentí las gotas de sudor amontonárseme en las cejas. Era el mismo sol del día en que había enterrado a mamá y, como entonces, sobre todo me dolían la frente y todas las venas juntas bajo la piel. Impelido por este ardor que no podía soportar más, hice un movimiento hacia adelante. Sabía que era estúpido, que no iba a librarme del sol desplazándome un paso. Pero di un paso, un solo paso hacia adelante. Y esta vez, sin levantarse, el árabe sacó el cuchillo y me lo mostró bajo el sol. La luz se inyectó en el acero y era como una larga hoja centelleante que me alcanzara en la frente. En el mismo instante el sudor amontonado en las cejas corrió de golpe sobre mis párpados y los recubrió con un velo tibio y espeso. Tenía los ojos ciegos detrás de esta cortina de lágrimas y de sal. No sentía más que los címbalos del sol sobre la frente e, indiscutiblemente, la refulgente lámina surgida del cuchillo, siempre delante de mí. La espada ardiente me roía las cejas y me penetraba en los ojos doloridos. Entonces todo vaciló. El mar cargó un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para dejar que lloviera fuego. Todo mi ser se distendió y crispé la mano sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco y ensordecedor, todo comenzó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz. Entonces, tiré aún cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que se notara. Y era como cuatro breves golpes que daba en la puerta de la desgracia."
Sin ánimo de desvelaros la trama del libro, espero que os sintáis atraídos por estas palabras y mañana en un descanso vayáis a Diogenes a comprarlo.
Las siguientes anécdotas las guardo para más adelante, ya os comenté que el tiempo aquí no transcurre de la misma manera.
miércoles, 7 de octubre de 2009
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